Aún no sé si yo elegí al diseño o fui elegida por él. Recuerdo que una noche, cuando tenía
14 años, fui junto a mi madre y le dije que quería ser diseñadora gráfica. En aquel entonces, no sabía ni dimensionaba mi futuro.
Con el correr del tiempo, empecé a transitar por este fantástico universo que día a día me
sigue sorprendiendo. Desde la universidad hasta los diferentes lugares donde trabajé y me formé para este oficio.
Una vez que uno entra al mundo del diseño, ya nada es igual. No solo vemos, sino que observamos,
procesamos y analizamos todo lo que se nos cruza enfrente, todo lo que nos rodea, todo lo que subyace el mundo real, todo lo que está cerca del mundo ideal, que otros no lo ven. Miramos más profundamente la realidad, pero a la vez percibimos el mundo que está vedado a los ojos de cualquier mortal. Es que en el diseño no nos importa solo lo alto, lo ancho y lo profundo, nos importa el alma de todo cuanto tiene vida, y si no la tiene le insuflamos vida.
Y si bien es un tanto pretencioso creer que el diseño salvaría al mundo, debemos ayudar a
mejorarlo, a cumplir las enseñanzas del gran diseñador Wucius Wong, quien nos alentó
a cubrir exigencias prácticas, para usar sus propias palabras, con un alto sentido estético y funcional. Obedecer estos mandatos sin
olvidar comportarnos, ante todo, con ética y responsabilidad.
Debemos ser parte de una generación que reivindique nuestra profesión. Que la dignifique y
que sea capaz de desmitificar los errados estereotipos que maneja una sociedad que se resiste a creer en
nuestro aporte como factor de cambio. En vez de formar élites que nos separan, debemos unirnos en la cruzada por el bien común.
De regreso a lo personal, tengo la suerte de trabajar en lo mío. Y también tengo la dosis necesaria
de "sangre, sudor y lágrimas", errores, desaciertos y frustraciones. Pero esta noble profesión me
retribuye, con creces, esta dación mía. Y todo ello me permite
afirmar que el diseño es mi pasión, mi vocación y, afortunadamente, mi profesión.